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lunes, 29 de septiembre de 2025

"Retrato de la improvisación judicial", califica la prestigiosa jurista Carolina Ahumada al fallo de Casación de Paraná por ignorar el valor del precedente



Carolina Ahumada es una de las más prestigiosas juristas de Argentina y una de las referentes indiscutibles en América Latina sobre el Derecho de los Precedentes y la Jurisprudencia de las Cortes Supremas.

En tal carácter, analizó cómo el reciente fallo de la Cámara de Casación de Paraná (ver) se alzó directamente contra la doctrina de los precedentes obligatorios de la Corte Suprema de Justicia de la Nación -sentada en el fallo Farina- que le imponía respetar el precedente Cervín del STJER. 

Lo calificó lúcidamente como "un retrato de la improvisación judicial y una reacción corporativa contra el juicio por jurados".

Carolina Ahumada es egresada de la UBA, autora de varios libros y múltiples artículos, columnista habitual del diario La Nación como analista de los fallos de la CSJN (Levinas: caos y resistencia), becaria de la Osgoode Hall Law School, University of York, Toronto, Canadá y egresada del Diplomado Latinoamericano sobre Reforma Procesal Penal de CEJA.



Retrato de la improvisación judicial

por Carolina Ahumada

La Cámara de Casación de Paraná declaró la inconstitucionalidad del artículo 89 de la ley 10.746, que impide a los acusadores recurrir el veredicto de no culpabilidad dictado por un jurado popular. Esta decisión contradice lo resuelto por el Superior Tribunal de Justicia de Entre Ríos en el caso Cervín (ver fallo Cervín)—que había declarado expresamente la constitucionalidad de esa norma— y pone en evidencia un problema estructural del sistema judicial argentino: la resistencia a aceptar la obligatoriedad del precedente.

En la Argentina existe un sistema de precedentes obligatorios, tanto por mandato constitucional como por razones de previsibilidad, seguridad jurídica, igualdad y coherencia. Así lo ha sostenido la Corte Suprema en el fallo "Farina". Sin embargo, esa obligatoriedad es con frecuencia cuestionada o directamente ignorada por los jueces. El caso de Paraná así lo demuestra. 

Nuestro sistema judicial está atravesado por una contradicción fundante: por un lado, la Constitución Nacional, inspirada en el modelo norteamericano, introdujo el control difuso de constitucionalidad y colocó a la Corte Suprema en el centro del sistema como garante de la supremacía constitucional. Ese diseño institucional remite a un modelo de precedentes, donde las razones de las sentencias tienen fuerza normativa que excede el caso concreto. 

Por otro lado, la legislación procesal, heredera del civil law europeo, mantuvo incólume la lógica casatoria. La proliferación de tribunales de casación en las provincias consolidó un modelo de corrección técnica, de uniformidad formal y de revisión piramidal. El resultado es una convivencia forzada de dos tradiciones jurídicas con lógicas incompatibles.

La ausencia de un marco institucional sólido para el seguimiento y aplicación del precedente no constituye un mero problema técnico o de práctica judicial, sino que revela un déficit estructural en el sistema de administración de justicia. 

La carencia de reglas claras, metodologías específicas y prácticas consistentes en la aplicación de la jurisprudencia impide la consolidación de estándares mínimos de coherencia normativa. 

En este escenario, algunos jueces insisten en desconocer la obligatoriedad del precedente y mantienen un esquema de discrecionalidad que no responde a ningún criterio legítimo de apartamiento. Las consecuencias son conocidas: una jurisprudencia caótica y un creciente desprestigio de los jueces frente a la ciudadanía, que percibe al poder judicial por lo que es: una institución incapaz de asegurar igualdad de trato y previsibilidad en la resolución de los casos. 

Lo resuelto por la Cámara de Paraná responde a un patrón previsible: el desapego estratégico al precedente. La desaprobación selectiva del precedente Cervín se inscribe en un contexto muy preciso. Lo que se desatiende aquí no es cualquier decisión, sino un fallo previo que fijaba un límite concreto a los poderes casatorios. 

La cuestión era clara: determinar si, tras la absolución dictada por el jurado popular, procedía el recurso del acusador. La Constitución, la ley y el precedente Cervín establecían categóricamente que no. 

Sin embargo, la Cámara de Casación —el mismo órgano que vería ampliadas sus atribuciones bajo esta interpretación— resolvió que sí, en abierta contradicción con todas las normas y  fallos que delimitaban su competencia. 

El desenlace de esta maniobra resulta evidente: el tribunal casatorio expandió por sí mismo sus facultades revisoras, desplazó el eje decisorio desde el juicio público hacia una instancia de revisión formal y le arrebató a las decisiones del jurado su carácter definitivo. 

Más que un fallo que resguarda derechos, la resolución de casación muestra los rasgos de una reacción corporativa.  

Este fallo revela hasta qué punto los tribunales de casación se han consolidado como el último y más resistente vestigio del modelo europeo continental, aun dentro de sistemas procesales que han experimentado reformas profundas. Se trata de órganos concebidos para cumplir cometidos muy distintos a los desafíos actuales, pero que mantienen intacta una estructura anacrónica y refractaria al precedente. En esa resistencia subsiste un paradigma verticalista y formalizante, aferrado a realizar revisiones rutinarias y totalizadoras, pero de baja calidad.  

La maquinaria de casación se sustenta en la lógica de la transitoriedad: un sistema en el que las decisiones judiciales carecen de estabilidad, se mantienen en un estado crónico de provisoriedad y están constantemente sujetas a la supervisión de un poder jerárquico que ejerce revisiones periódicas y extensas. 

Amparadas en la retórica del “derecho a la revisión”, estas jerarquías burocráticas fragmentan el proceso decisorio en múltiples instancias, produciendo una cadena interminable de controles oficiales que terminan por sustituir —o diluir— el valor de la decisión emanada del juicio, fruto de la inmediación y la contradicción. 

Esta predilección por lo provisorio explica por qué la Cámara de Casación se apartó del precedente Cervín del STJER. Ese fallo consolidó un principio particularmente incómodo para el folklore casatorio, al reafirmar el carácter definitivo de la absolución dictada por el jurado y establecer un límite explícito a las aspiraciones expansionistas de la casación.

En este contexto, no sorprende que los jueces de casación improvisaran algunas torsiones argumentales para justificar la validez del recurso fiscal contra la absolución del jurado, ignorando el precedente obligatorio que había fijado el alcance del ne bis in ídem, la cosa juzgada y la incolumidad de la absolución. 

Ninguno de esos principios alcanzó para detener la embestida casatoria, que recurrió a eufemismos, generalizaciones, enunciados retóricos sobre género y niñez y un uso selectivo y poco riguroso de la jurisprudencia, para finalmente autoproclamarse como el órgano revisor de las decisiones absolutorias dictadas por los jurados populares.  

En definitiva, la vía escogida para avasallar uno de los principios fundantes del juicio por jurados fue la negación del precedente. 

Se enfrentan aquí dos concepciones irreconciliables de modelo judicial. Por un lado, la del precedente, que se sostiene en principios como la seguridad jurídica, la igualdad y la evolución del derecho a través de una racionalidad empírica. La observancia de los precedentes, bajo determinadas condiciones, opera como una garantía frente a la arbitrariedad judicial y asegura que las decisiones no queden sometidas a la mera discrecionalidad o al capricho de los jueces. 

Por el otro, la casación, apoyada en la verticalidad, en la atomización jurisprudencial, en la revisión rutinaria y en la apariencia de corrección formal, que prolonga indefinidamente los conflictos y oculta sus propias inconsistencias y juicios de preferencia detrás de fórmulas abstractas y de un lenguaje magisterial. 

Hoy esa contradicción de modelos se vuelve aún más intolerable con la irrupción del juicio por jurados. La consolidación de esta institución requiere de un sistema de precedentes coherente que la fortalezca y estabilice, mediante una jurisprudencia que esté a la altura.

El fallo de la Casación de Paraná no constituye un episodio aislado, sino la manifestación de un poder judicial anómico, que socava su propia legitimidad mediante una debilidad jurisprudencial autoinfligida. 

Mientras no se reforme el funcionamiento de los tribunales de casación, seguiremos atrapados en la misma contradicción: un sistema que proclama el valor de los precedentes y del juicio por jurados pero que, en la práctica, permanece sometido a la improvisación judicial y a la resistencia de quienes no están dispuestos a ceder espacios de poder.